“La gente olvidará lo que dijiste y lo que hiciste, pero no lo que les hiciste sentir”. La frase es de la escritora y activista americana Maya Angelou y sintetiza a la perfección lo que la comunicación no verbal puede hacer por líderes políticos, empresariales o sociales.
Los gestos son un pilar fundamental de cualquier estrategia discursiva. Si nos atenemos a la ciencia, debemos citar la famosa regla 55-38-7 del psicólogo Albert Mehrabian, considerado una referencia en la materia. En virtud de ella, el 55% de la atención del público se circunscribe al lenguaje corporal –mirada, expresión facial, gesto, postura–; el 38%, al tono de voz –pausas, entonación, ritmo–; y el 7% restante al lenguaje verbal.
Existen cinco tipos de gestos. Dominarlos, o al menos conocerlos, es imprescindible para cualquiera que deba interactuar con otros en su ámbito profesional.
—En primer lugar, los gestos emblemáticos son aquellos que tienen una traducción concreta y son interpretados sin necesidad de palabras. A la hora de ejecutarlos, es clave tener en cuenta la cultura del lugar en el que se reproducen. El primer ministro británico Winston Churchill y su célebre “V” de la victoria o el puño en alto nacido en las revoluciones liberales son dos muestras representativas.
—Los gestos ilustradores. Acompañan al discurso, lo potencian y lo complementan. Aparecen de forma automática porque están asociados a nuestra personalidad y vinculados con la credibilidad. Siguen al discurso de forma auxiliar para representar de forma visual lo que se dice. Si los gestos contradicen a las palabras o simplemente no lo acompañan, la credibilidad se resiente.
—Los gestos reguladores facilitan el flujo de la comunicación y favorecen la interactuación entres partes. Una mano tendida para dar por concluido un encuentro o levantada para frenar el discurso de nuestro interlocutor son ejemplos ilustrativos. También un saludo no correspondido o una negativa a ponerse en pie cuando el protocolo lo demanda.
—Los gestos adaptadores se usan para gestionar emociones que no deseamos expresar o visualizar. Aparecen en momentos de tensión o cuando el estado de ánimo dificulta la interactuación con el entorno. En definitiva, se trata de vías de escape que pueden manifestarse cuando un interlocutor se coloca demasiado la americana o se pasa los dedos por el cuello de la camisa con el objetivo de disminuir la sensación de ahogo provocada por la tensión, la incomodidad o los nervios.
—Por último, los gestos patógrafos son los que evidencian estados de ánimo, como ansiedad o incomodidad. Algunos ejemplos: el ceño fruncido, característica general de muchos oradores a la hora de enfrentarse a ruedas de prensa incómodas; boca seca; semblante serio o tensión en los músculos de la mandíbula, algo que denota rigidez e incomodidad frente a una situación.
Con todo, qué aspectos genéricos debería tener en cuenta un orador que va a dirigirse a su audiencia:
—Transmitir autoridad y control a través de una posición erguida, tanto en intervenciones de pie como en las realizadas tras una mesa. La postura del orador es clave a la hora de presentarse ante su público y determinará, en gran medida, la percepción de la audiencia. El balanceo del cuerpo, un excesivo jugueteo con las manos o la espalda demasiado relajada denota poco control sobre nosotros mismos y nerviosismo; algo que, como consecuencia, puede traducirse en una pérdida de autoridad.
—Mirar a los ojos a los interlocutores. De ello depende que el orador logre establecer una conexión con su público. Ese lazo con la audiencia no sólo es importante en aras de fortalecer la posición del portavoz, sino que permite aumentar la bidireccionalidad de la comunicación no verbal y modular contenido, tono y velocidad en función del feedback generado por la audiencia.
—Las manos abiertas y en equilibrio. Las manos son un elemento nuclear para acompañar, potenciar y complementar el discurso. También un recurso comunicativo. Hablar enseñando las palmas genera credibilidad y denota confianza; cruzar los brazos y esconder las manos construye una posición defensiva que suele deslizar rechazo o desacuerdo.